Luis Miranda era conocido entre sus amigos y colegas como el ‘Oso’.
Luis Miranda era conocido entre sus amigos y colegas como el ‘Oso’.

Oscal Malca

Suele entenderse que el periodismo es el registro de los hechos, un oficio que requiere rigor informativo, pero también de capacidad de análisis. No solo cuando se trata de eventos de dramática actualidad, sino cuando se enfrenta a determinados eventos, personajes o costumbres que desafían el entendimiento de aquello que por convención social denominamos realidad

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Y la realidad, lo sabemos, se ofrece con dobleces, pasadizos secretos o ángulos que desafían el entendimiento común. Lo excéntrico, lo peculiar, lo único, vamos: la chifladura o la brillantez no siempre tan detectable –aunque la tengamos al lado– por la mayoría.

Luis Miranda, el ‘Oso’, como era conocido entre el colegaje de cagatintas que compartimos redacciones y peripecias reporteriles con él, tenía una sensibilidad particular para encontrar el destello de lo único en la vida cotidiana de los peruanos. Lo deslumbraba, o, mejor dicho, le divertía, encontrar ese lado oculto, lunático de la gente. A menudo se trataba de un lado oculto que nos podía hacer reír o maravillar, pero también le gustaba explorar, no necesariamente de comisión periodística, desde digamos los extramuros del oficio, la sordidez a que podía llegar la vida humana, la oscuridad más cegadora e irremediable.

Sin embargo, era la risa, la chispa escondida en cada cerro, la música que se podía encontrar a la vuelta de cada esquina, el absurdo cotidiano, donde se encontraba en aguas conocidas, aguas que navegaba como pocos. Sus reportajes, primero escritos y luego televisivos, se internaban en esa magia extraña que emanaba la realidad peruana, si uno sabía encontrarla. Y nos las retrataba a lectores o telespectadores con un humor juguetón e irreverente que no renunciaba a la radiografía social, fuera en Lima o en sus incansables recorridos por el Perú menos conocido

El suyo era un estado de gracia atravesado de ironía, malicia y por un sano cinismo, si cabe el oxímoron, que le permitía extraer el brillo profundo de cada personaje, de cada situación que reporteaba, por muy insignificante que pareciese.

Tuvieron que ser esas mismas aguas procelosas que tan bien solía navegar quienes se lo llevaron traicioneramente hace unos días en el Callao, como una víctima más de la informalidad en nuestro país, cuando seguramente iba en busca de una nueva aventura.

El Oso Miranda nos deja un magnífico libro de crónicas, ‘El Pintor de Lavoes’, un abigarrado archivo de video reportajes sobre el Perú insólito que esperamos sea compilado en algún momento, pero sobre todo deja al periodismo peruano con una ausencia, un vacío, un silencio, del que será difícil desprenderse. Descansa en paz, Oso maldito, viejo amigo.

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