Trigésimo quinto capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín)
Trigésimo quinto capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín)

Mi viejo venía tosiendo levemente desde el día anterior, se levantaba y caminaba con dificultad hasta el baño, donde lo escuchaba toser y escupir en el lavadero. Ahora, echado en la cama desordenada, se bebía el té con limón y miel que me había pedido. Con cierto asombro, sentí que nunca habíamos estado tan cerca el uno del otro, y empecé a darme cuenta de que, a pesar de nuestro mutuo rechazo, éramos muy parecidos en nuestra impaciencia. Compartimos por fin, después de cuatro décadas, algo más que el apellido y la vivienda.

—Te pareces mucho a tu padre —decían mi madre y Mika, cada una a su manera—, aunque digas que son distintos, aunque piensen distinto, son como animales que le tienen miedo a estar solos, que solo son generosos cuando se sienten amenazados.

Esas palabras sonaban en mi mente mientras mi padre seguía hablando sobre la familia que habíamos descubierto cuando estuvo hospitalizado, mientras intentaba, como siempre, comprar el afecto ante la amenaza de perderlo todo. Sentí un ligero temblor cuando me pregunté a mí mismo, por un instante, si yo también había intentado hacer eso con Mika.

Sobre todo, pude ver que, entre el padre con el que nunca pude crear un vínculo real y aquel anciano que hoy intentaba acercarse a mí, había otro ser, una persona que se desconocía a sí misma, inconsciente de su propio rostro secreto, oscuro y triste.

La quinta de nuestros rivales de la infancia, la que antes podía verse desde mi tercer piso, ya no existía. Finalmente, el polvo que llenaba las casas contiguas había dejado de esparcirse por el aire. Los trabajadores habían terminado de afirmar el suelo, pues el terreno pronto se convertiría en un estacionamiento privado. Perico dijo que sería un negociazo, una hora de parqueo costaba mucho en otros distritos, barrios en los que, debido al aumento de autos, estacionar en la vía pública ya no era una opción. Los frecuentes robos de autos japoneses y coreanos, que generalmente se usaban para alquilar a taxistas, eran solo un síntoma de que el parque automotor crecía descontroladamente. La calle frente al laboratorio demolido, la que alguna vez fue nuestra cancha de fútbol, en la que nos mechamos innumerables veces contra los chicos de aquella quinta, era ahora intransitable, colmada de autos en fila. Los conductores esperaban durante más de diez minutos por un espacio libre donde estacionarse.

Nunca quedaron claras las razones por las que la reconstrucción del laboratorio, su transformación en local universitario, se había detenido. Sin embargo, las veredas continuaban rotas, el polvo seco llegaba agitado por el viento, arrastrando papeles y envolturas plásticas, alcanzaba las rejas de nuestra calle, cuya pintura verde ya empezaba a deteriorarse, a llenarse del eterno óxido que lo devoraba todo.

Perico y don Marcial dijeron algo acerca del alcalde y la reclasificación urbana de nuestra zona, pero no me quedó nada claro. Depósitos para los grandes nuevos almacenes, estacionamientos para autos, edificios con departamentos minúsculos y construidos con materiales de baja calidad, una universidad-ruina en medio, todo iba dando forma al nuevo escenario, transmitiendo sorpresivamente a los vecinos una sensación de prosperidad que yo no podía percibir. Quizás Pacheco tenía razón, quizás yo no veía las oportunidades.

El dueño de la universidad, decía Perico, un excoronel que había firmado la carta de sujeción a Vladimiro Montesinos y el régimen fujimorista en los años noventa era amigo del alcalde y militaba en su mismo partido, el cual entonces poseía mayoría en el Congreso. Después de la caída de Fujimori, gracias a sus contactos en el Poder Judicial y gracias también a dichos congresistas, este coronel pudo dilatar sus juicios por desvío de fondos y robo de combustible en el Ejército hasta, finalmente, lograr que terminaran archivados. Perico contaba que incluso estuvo metido en la venta de armas a las guerrillas colombianas, pero la gente habla huevadas, causa, inventan de todo porque le tienen envidia al tío. Tres gobiernos habían pasado y nadie nunca reparó en que un excolaborador de Montesinos y Fujimori tuviera el capital suficiente para comprar una gran cantidad de inmuebles en la ciudad y colocarles el rótulo de universidades privadas. La realidad era que el nivel educativo impartido en ellas ni siquiera estaba validado por el Ministerio de Educación, y sus profesores no tenían ni trayectoria docente ni contratos estables.

—¿Y esa huevada para qué? —preguntaba Perico—. Lo que importa es salir con tu cartón y agarrar chamba, causa. Que te paguen un poquito más.

Por una predecible asociación de ideas, Perico se sintió atacado cuando mencioné lo del origen del dinero invertido en la universidad. Era verdad que yo había tenido el desatino de hacer el comentario después de que él mencionara su intención de vender comida a los alumnos que salían de clases, de poner un puesto en la esquina de la universidad. Se mostró casi agresivo cuando mencioné que aquel exmilitar tenía vínculos con congresistas acusados e investigados por narcotráfico. Para defenderse, empezó a burlarse de mí: se rio cuando le dije que varios militares fujimoristas habían desfalcado a la Caja Militar de Pensiones, que sacaron préstamos ilegales y malversaron fondos. Fue un golpe bajo de mi parte, el usual recurso al que me aferraba para apartarme de todos, porque sabía que él solo podría responderme con los sentidos comunes impuestos a hierro en nuestra juventud.

—A mí me llega a pincho la gente corrupta, causa, los choros, la gente de arriba que no deja que los de abajo surjan. ¡Pero todos roban, huevón!

Hizo una pausa, un instante de aliento en el que reconocí el orgullo herido y liberado. No había marcha atrás.

—¿Pero sabes por qué te jode todo? Porque les tienes envidia… le tienes envidia a ese milico choro.

Aquella última frase era uno de los sentidos comunes más hirientes, una idea fuerza que no le pertenecía, de la cual él era solamente un transmisor. De todas formas, su veneno me alcanzó porque supe que mencionaría mi situación económica y familiar, mi fracaso laboral. Me quedé callado, finalmente, porque sabía que no podía romper la relación trabajo-dinero-consumo que él solía hacer. Perico no era tonto en el sentido tradicional, desconfiaba de todos, y siempre lograba encontrar un punto débil en los demás para llevarlos a situaciones en las que él tuviera cierto control, daba igual si en una noche de juerga, durante un partido de fútbol o en una discusión en el barrio. Por eso, aunque nada de eso le servía para controlar otros impulsos, esta vez su veneno me había alcanzado. Esto había sido crecer juntos, saber cómo dañarnos, sentirnos tan distintos y atados a la vez.

MÁS ENTREGAS

VIDEO RECOMENDADO

Lo que nos dejó el primer año de Pedro Castillo en la economía de los peruanos