Orgullo. Wong ya es uno de los cocineros legendarios, aquellos que precedieron al boom gastronómico. Abajo, con la familia: de pie, Francisco, Carmen Julia, Javier Martín, Yafrainy, Nicolás. Sentados, Mauricio, Javier y su querida Zoila. Esta semana será reconocido. (Foto tomada por Motorola G100)
Orgullo. Wong ya es uno de los cocineros legendarios, aquellos que precedieron al boom gastronómico. Abajo, con la familia: de pie, Francisco, Carmen Julia, Javier Martín, Yafrainy, Nicolás. Sentados, Mauricio, Javier y su querida Zoila. Esta semana será reconocido. (Foto tomada por Motorola G100)

debería darse la oportunidad de tomarse un momento y darse cuenta de lo que ha sido, de lo que es y de lo que será Javier Wong.

Dejando descansar un rato a su cuchillería y a sus inmensos lenguados espalda plateada, podría reparar que su vida – ganarle al apremio haciendo de un don culinario un sostén familiar– ha generado algo más que la justa recompensa al sudor de su frente: Javier Wong es mitología.

El mito reside entre lo crudo y lo cocido, ámbito donde comienza la civilización. Cuando se gesta la diferencia entre alimentarse y comer, el evento culinario incursiona en dinámicas afectivas de memoria y de pertenencia. El cebiche se transforma en una abstracción masticable que nos define, reafirma y abraza. El mago supremo de esta alquimia peruana se llama Nicanor Javier Wong Chong, nacido en el Rímac en 1948 por gracia de Dios.

Wong se ha enfrentado a la vida a cuchillazos. No fue opción, fue necesidad. Ya es otra cosa, algo propio de elegidos, que él haya convertido la urgencia en Bella Arte, canon local y referencia mundial. Lo hizo siendo fiel a un precepto culinario que hizo convicción personal: el cebiche es el plato perfecto. Y el plato perfecto es simple e inmediato. Ni más, ni menos.

Wong era periodista. Respetaba y disfrutaba el sabor de las palabras, del ingenio verbal presto y fresco. Una bodega en la casa familiar de Balconcillo, calle Los Brillantes 203, sustentaba con relativa tranquilidad a la familia, hasta que la llegada de los supermercados y una fuerte devaluación monetaria, otra de tantas, hizo tambalear la economía doméstica.

El tío Daniel propuso una salida: sirvamos almuerzos a los trabajadores que salían hambrientos de las oficinas que recién llegaban al barrio. Wong dejó la máquina de escribir y se dedicó a servir platos y a lavar trastes. Empezar de abajo da perspectiva.

El tío Daniel enfermó. Y al imberbe sobrino de veintipocos años que no sabía freír un huevo le tocó ponerse al frente de la cocina, que no era otra cosa que sentar a un pianista frente a un piano.

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Cebiche: Cinco elementos suponen la química de este manjar inmejorable. Lenguado, cebolla, limón, sal y pimienta. Con ellos se escribe la pulcra filosofía de la carne marinada en aliño cítrico.

Dice el poeta Watanabe que el lenguado es lo gris contra lo gris, la copia incansable del color de la arena. Añádase que el lenguado, como otros mortales, guarda temor de Dios. Por eso se aferra al suelo marino oteando eternamente desde esa mirada sin silueta fijada en las alturas, ese misterio donde acaba el agua.

La cebolla, ave morada de plumas cegadoras, ostenta un proverbial don lacrimógeno que asalta olfatos y esclarece mentes. El limón, redondez ácida y cauterizante, cataliza sabores y genera cocción sin necesidad de fuego. Además, ahora cotiza más que el dólar.

La sal es la única piedra que consume el ser humano. Previene calambres y regula corazones a través de uno de los cuatro sabores fundamentales, lo que explica que sin ella la vida no sea vida. Cuando se asocia con el ardor comestible de la pimienta la combinación magnifica las ideas nobles, las irrenunciables.

Reúnanse debidamente estos componentes en un tazón bajo las condiciones de tiempo, tacto y conocimiento debidos y quizás, solo quizás, el resultado evoque la perfección de lo simple que ha conquistado Wong.

Lo suyo son centurias de sapiencia genealógica y pericia repetida. Capas de raza sobre raza china y peruana, peruana y china, en una fusión sustentada en gratitud por los metros cuadrados de patria que reclama como suyos: su restaurante fue siempre su propia casa en la cuadra uno de la calle Enrique León García de Santa Catalina, La Victoria. Vía que –escuche, señor alcalde– algún día llevará el nombre del cocinero.

Ha hecho de su hogar un lugar de culto culinario que atrae peregrinos de todo el mundo en busca del santo grial del pescado al suculento borde de lo crudo. Un festín de magia peruana indigerible. Eso es mitología.

Un querido amigo de Wong, el poeta y sibarita César Calvo, lo dijo mejor en un poema de 1998:

Otro recado para Javier Wong

Nosotros hemos hecho,

de día en día,

el tiempo.

Todo el tiempo.

De lágrima

en lágrima

y de viento

en viento: los mares,

los planetas.

De hoja

en hoja, los libros

y los bosques.

Nosotros hemos hecho, de nada

en nada,

todo.

Porque lo hicimos

juntos, distantes

pero juntos

y lejos del olvido.

No hemos hecho las calles

de este mundo

para que el tiempo pase

sin recuerdos.

Los recuerdos ya han sido hechos por Javier Wong. Es momento de agradecerle esa memoria comestible que nunca perderá el buen sabor de boca.

Salve, maestro.

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