Las banderas contrarreforma se vienen blandiendo por años en el país. Es, sin embargo, a partir de julio que han encontrado terreno fértil para prosperar a rienda suelta gracias al auspicio de un gobierno que transa con intereses subalternos y con la informalidad (que además se ha vuelto temerario a pesar de la crítica generalizada, algo no visto en tiempos recientes), y de un Congreso que, a pesar de estar fragmentado, ha logrado aglutinar voluntades otrora irreconciliables.
El rechazo de este gobierno a la reforma magisterial es cristalino. El ministro Gallardo se ha manifestado en contra de la evaluación docente en más de una ocasión y, de hecho, es cercano a la Fenatep, fundada por el presidente Castillo en el 2017, cuya agenda incluye el sabotaje a la instalación de un enfoque meritocrático en el profesorado. En eso coincide con este Congreso que, en el Pleno del último jueves, aprobó con 89 votos a favor anular la prueba de nombramiento docente 2021.
Lo mismo sucede con la reforma universitaria: la tibia respuesta del gobierno frente a los intentos del Congreso por socavarla y por desdentar a la Sunedu exhiben un respaldo soterrado, o no tan soterrado, al zarpazo congresal. Esto se repite con la reforma del transporte, el ministro Silva ha empoderado a los transportistas informales en desmedro de la ciudadanía y desde el Congreso han optado por mirar de soslayo y rehuirle a su rol fiscalizador.
El problema es que la polarización y la aproximación tribal a los asuntos de interés nacional hacen que algunos miren oblicuamente los bayonetazos a la institucionalidad de uno u otro bando. Sucede en ambos espectros ideológicos. Aunque el caso de la izquierda es pasmoso: la otrora izquierda democrática e institucional ha optado por bailar el tango de este gobierno, por contemporizar con su manera tan precaria, anárquica y poco transparente de gobernar. Ha optado por soslayar cómo este gobierno viene transando con sectores informales que quieren sabotear el desarrollo del país.