(Foto: Anthony Niño de Guzmán / GEC)
(Foto: Anthony Niño de Guzmán / GEC)

No quisiera estar en los zapatos del presidente Vizcarra. Lo que decida en este momento -y elegirá necesariamente entre dos males- tendrá consecuencias masivas. Y aunque ahora solo veamos su altísima popularidad circunstancial, todo lo negativo que suceda será un pasivo vitalicio e inocultable en su balance político.

Me refiero a que todo lo que extienda las medidas restrictivas para evitar contagios y muertes tendrá un costo en hambre, necesidades vitales insatisfechas y desempleo (las redes sociales pueden indignarse todo lo que quieran, pero las quiebras no se pueden evitar por decreto). Tanto es así que el tono del análisis mediático es crecientemente crítico hacia el gobierno, tras un inicial apoyo casi incondicional. Y no solo por la falta de pruebas masivas (¿en camino a solucionarse?), sino porque cuanto más dura la cuarentena, más evidentes son sus negativos efectos en la microeconomía, y no solo en esa abstracción que llamamos “mercado”. Seis semanas de encierro en un país donde más de la mitad vive al día es una eternidad.

Más allá de la moralina (desde el privilegio), es natural que la gente prefiera salir (para poder comer) a que se cuide (para no morir si se contagia). En su libro Incógnito: las vidas secretas del cerebro, David Eagleman explica que las decisiones de corto plazo y de largo no solo compiten entre sí, sino que conforman subsistemas diferenciados localizados en distintas zonas del cerebro. Y suele ganar el impulso por la satisfacción inmediata. Ejemplos sobran, desde el sexo no seguro hasta los retiros de fondos de las AFP. Por eso es tan difícil -como se quejan los médicos, funcionarios, periodistas opinólogos y hasta influenciadores- que “la gente entienda”.