(Foto: AFP)
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Los resultados de la Cumbre de Cambio Climático admiten fácilmente el símil taurino: cumbre de expectación; cumbre de decepción. De nada sirvieron las muestras de apoyo coloristas y entusiastas en la calle; de nada. Tampoco las exposiciones de los científicos ni las voces juveniles que, con más razón que nadie, claman porque no destruyamos nuestro planeta.

Cuando llegó la hora de los compromisos políticos, es decir, de salir airosos del ruedo o con pitadas, lo que se obtuvo fue una enorme pitada en forma de “nada”. Porque nada se alcanzó, salvo referirse a mejores momentos, en otra cumbre a llevar a cabo el próximo año. La cumbre de la “ambición”, como se autodenominó a esta, fue la del fiasco y la decepción.

Decepción, para una población cada vez más consciente de que tenemos que evitar nuestra destrucción. Decepción, para un porcentaje de científicos (exactamente el 99%) que ha demostrado y mostrado el precipicio al que nos hemos abocado de forma irracional.

Decepción porque la adopción de compromisos políticos no tiene que ver con la ideología. Tiene que ver con que el Estado asuma el rol que justifica su propia existencia: sentar las reglas del juego. El resto, es decir, el cumplimiento de las reglas, corresponde a todos y cada uno de nosotros, los ciudadanos de a pie, y esa ciudadanía organizada que llamamos sector privado. Tal como señalaba Al Gore, un adelantado del tema, el sector privado (o al menos una parte de él) está demostrando (mucho mejor que el estatal) haber entendido el mensaje. Si lo hace por puro interés crematístico o por convencimiento, me da igual. Me importa más asegurar nuestro futuro y, con ello, las Navidades de generaciones futuras. Feliz Navidad a todos.

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