(Midjourney/Perú21)
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Conmueve o irrita, según qué tan húmeda y fría amanezca la ciudad, confirmar que la manada de candidatos presidenciales en curso cree que las próximas elecciones las van a ganar a pañuelazos.

No les basta sentirse unilateralmente elegidos para resolver lo irresoluble, lo que hace que el mundo empiece a girar en torno a ellos desconectándose de quienes tienen que convencer.

El agravante es que se esmeran en construir voluntariamente lo que será su derrota frente al hartazgo radicalizado. Hablando a media voz, evitando ofender, y espolvoreando azúcar en polvo sobre un discurso ya caduco, a varias de esas postulaciones de estupendos modales ya se sabe qué futuro les espera.

El agua tibia no llegará lejos en una campaña como la que viene. La estrategia es fría y tiene que saber incomodar e incomodarse. La gente está harta – tenemos una cárcel presidencial que para el resto del mundo es un zoológico – y quien no sepa entender esto debería dedicarse a la caridad o el macramé.

El mundo fue y será una porquería, pero ahora la corrupción sistémica, la polarización y la desconfianza lo han hecho más porquería que nunca. La grácil sutileza del té de tías solo transmite comodidad frente a la injusticia y complicidad frente a la corrupción. Actitudes como esas inspiraron la guillotina.

A quien la barbaridad peruana no le haga hervir la sangre –la anemia infantil es solo un ejemplo brutal de un listado interminable—, y que además no sea capaz de transmitirlo, no debería postular a nada porque no va a ser elegido. Hay varios clubes privados de Lima que con gusto los acogerán en sus comités directivos. En ese horizonte deberían proyectarse.

Fernando Belaunde lo entendió y Alan García confesó haberlo aprendido de él: el presidente del Perú tiene que ser un intérprete de su pueblo. Sin esa gran habilidad blanda para armonizar un sistema nervioso personal con el de toda una nación, algo que puede comprender una maraña masiva, desigual y desordenada de pareceres, su futuro inmediato estará dentro del terreno del comentarista político de imaginaria audiencia, pero no en el ámbito presidencial.

Sin gestos visibles, véanse los manierismos de los grandes intérpretes de baladas (ese movimiento de dedos que hacía Julio Iglesias cerca a su bajo vientre), no hay interpretación posible.

Ezra Pound decía que los poetas eran la antena de la raza. Rubén Darío los llamaba los parrayos de Dios. Con las disculpas del caso a la poesía, los políticos vendrían a ser el modem del hastío. Una conexión capaz de recibir el hartazgo y transformarlo en la posibilidad (o ilusión, siendo honestos) de un cambio.

La mayoría no vota pensando, vota sintiendo. Si lo que se transmite es emocionalmente plano, lo que los votantes van a sentir es aburrimiento y desinterés. Y van a marcar el aspa por el candidato que reniegue y fustigue como él lo hace. Alguien que recoja su indignación, ese malestar con el que se despiertan y acuestan todos los días.

Es todo lo contrario a lo que pasa con Antauro Humala. Se ha envuelto en la bandera del descontento y la furia, irritación que es real y valedera, y está enamorando a quien lo escuche con propuestas extremas y bárbaras, racionalmente inaplicables, pero que conectan con esos sentimientos como un USB a su cargador.

Mientras eso sucede una docena de contrincantes sigue comiendo bizcotelas y pasándose la Manty, lo que da la impresión falsa de que esa bandera, la de la rabia, es patrimonio exclusivo de Antauro.

Los limeños seguimos siendo virreinales. Nos fascinan las cortesías y las apariencias, prefiriendo la falsa bondad antes que la franqueza frontal. Esto posiblemente haya sido un código de supervivencia y trepe social durante la colonia.

Los argentinos descienden de los barcos, como decía Borges. Son italianos en su gestualidad y verbo, se mentan la madre, la hermana y la concha de la lora con doméstica normalidad. Aun en ese contexto mucho más explícito que el nuestro, Javier Milei disrrumpió yendo verbalmente contra la corriente. Como símbolo punzocortante de la necesidad de acabar con una casta donde todos se rascan la espalda entre sí apareció blandiendo una motosierra en mítines políticos. Dicen que está loco, lo cual no hay como confirmar ni desmentir. Pero ya va a cumplir seis meses como presidente de Argentina.

En otras épocas don Fernando Belaunde no soltaba la lampa. Fue tan potente y veraz símbolo de trabajo peruano que como marca política ha resistido la penosa decadencia del partido que entró en metástasis con su partida. Hoy esa lampa cavaría la fosa de una clase política que ha generado una decepción inmensa en la democracia. Hay candidatos que han sacado chicotes, escobas, chalinas y demás artefactos proselitistas con disímiles resultados, que han oscilado entre el fraude y el humor involuntario. Pero, al revés de Vallejo, la clave ya no está en el anteojo, sino en el ojo.

La motosierra vale más como metáfora que como elemento escenográfico. Si un pelele se presenta en un mitin con una bazuca, será un pelele peligroso, pero antes que nada y por siempre, un pelele. Lo que necesitan los candidatos es encender la motosierra mental. Decidir si su postulación es un tributo a su vanidad y al beneficio personal o en realidad un servicio a un país con sepsis. De esto no se sale sin amputar intereses, drenar falsas amistades, y decirle al paciente que lo que tiene no es mal aliento, es terminal. O se cura o se cura.

Si no están dispuestos a eso no pierdan su tiempo ni el nuestro. Quédense viendo Netflix o dando discursos ante el espejo.

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