Pocos rasgos son tan promovidos y buscados como la capacidad que nos permite ponernos en zapatos ajenos y leer adecuadamente las señales que provienen del mundo interno de nuestros semejantes aunque sean distintos de nosotros, vivan al otro lado del planeta o, incluso, pertenezcan a otras especies del universo animal. Es lo que aumenta las donaciones de caridad, los voluntariados de todo tipo y el respeto por los demás, pero, también, asegura mejores líderes, ejecutivos y emprendedores en el mundo corporativo.

Pero ¿es posible borrar los linderos entre yo y el otro, nosotros y los demás? La interrogante no es muy distinta que preguntar si podemos memorizar un número con cualquier cantidad de dígitos. Así como nuestra memoria tiene límites, nuestra empatía también. Es más, como la empatía es de todas formas el resultado de un proceso, consume parte del presupuesto de energía mental y si no priorizamos y queremos ponernos en el lugar de todos y para todo, vamos a sufrir lo que se llama fatiga decisional y tarde o temprano vamos a comenzar a mostrar poco tino y descargar nuestras frustraciones en otros.

Irónicamente, un exceso de empatía indiscriminada termina perjudicando a quienes más cerca tenemos. Es claro que si nos mostramos atentos a todo y todos fuera de nuestro círculo íntimo, las señales, muchas veces intensas y dolorosas, de quienes lo integran van a pasar desapercibidas o van a ser sentidas de manera negativa.

Por todo lo anterior, vale la pena aceptar que la empatía universal es poco realista, que uno debe escoger sus causas, calibrar sus esfuerzos y reconocer límites en la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Estar en todos sitios es no estar en ninguno y correr el riesgo de descuidar el territorio de nuestra familia y comunidad.

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