Caín y abel. (Getty Images)
Caín y abel. (Getty Images)

La enorme flexibilidad de lo humano es el secreto de su éxito. El peso de la biología es grande pero tomamos enormes licencias frente a esa dimensión. De pequeños grupos llenos de conocidos y parientes, hasta metrópolis llenas de extraños, cooperar, amar, odiar, competir, dar vida y quitarla, están regulados por leyes, tradiciones, contratos y pactos.

Es verdad para el comercio —en sentido amplio— con quienes son de nuestra sangre y también con vecinos, correligionarios, connacionales y los que pertenecen a todos esos otros equipos en los que se agrupan nuestros semejantes. Relaciones complejas en todos los casos.

En la Biblia hebrea ni una sola relación entre hermanos se ajusta a lo que nosotros pedimos a nuestros hijos cuando se pelean. La primera terminó, no puede ser casual, en las páginas policiales, fue el primer asesinato.

Si en el contexto bíblico los hermanos llegan a tratarse como enemigos, uno de los logros de la convivencia humana es comportarse con quienes no son de nuestra sangre como si lo fueran. Alianzas, confederaciones y emprendimientos ponen en juego actos de fe y confianza en la posibilidad de que extraños cooperen para lograr resultados beneficiosos para todos. No es casual que nuestra jerga usa términos de parentesco —hermano, cuñado, compadre, tío— para quienes queremos acercar aunque no nos una mucho a ellos.

Por alguna razón, en nuestro país parece prevalecer, en lo político, la maldición bíblica para hermanos: Virgilio y César, Antauro y Ollanta, Keiko y Kenji, Juan y Jonás, mientras que coaliciones de hermanitos avanzan en la sombra y conquistan enormes cuotas de poder.

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