La especie devaluada
La especie devaluada

Desde que Charles Darwin insertó a los humanos en la lógica de la evolución natural, no dejamos de descubrir semejanzas con el resto de animales. Cada vez es más difícil definirnos por aquello que nos distingue de ellos.

La confirmación de que nuestro planeta fue testigo de extinciones masivas –la desaparición de formas de vida hegemónicas por periodos que dejan al que vemos como el de nuestra supremacía inapelable cual granitos de arena en una inmensa playa– nos hace dudar de que seamos el pináculo de la creación. En efecto, los míseros cien siglos de nuestra vigencia palidecen frente a los 150 millones de siglos de la de los dinosaurios.

Una especie más, entonces, entre las tantísimas que pasaron por el paisaje terrenal. Otras, que ya no están o aún nos acompañan, muestran conductas y hasta mentes no radicalmente distintas de las nuestras. Procesos cognoscitivos igualmente sofisticados a los que creíamos únicos del homo sapiens e, incluso, grados variables de consciencia, identidad y hasta moralidad.

Pero resulta que no solamente lo animado disputa nuestros rasgos supuestamente exclusivos. Máquinas que aprenden, algoritmos inteligentes, interfaces biotécnicas y mentes individuales concurriendo en una consciencia suprapersonal añaden sal a nuestro herido sentimiento de ser la cereza de la torta universal.

Aunque llegamos tarde a la cronología natural y tenemos pruebas de que hubo actores que fueron retirados del escenario, es poco probable que seamos el propósito final del experimento de la vida. Ni tampoco que algunos de los productos de nuestra inteligencia no nos vayan a dejar sin guion.

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