Roberto Lerner
Roberto Lerner

Una pequeña de 6 años. La consulta gira alrededor de un cambio reciente que preocupa a sus padres: está rebelde, agrede a su hermanito de dos años menor que ella. “Era la tranquilidad personificada”, afirma la mamá y comienza a contar una serie de hechos como si la niña, más que un psicólogo, necesitara un exorcista. Es una edad de transición. Los niños construyen teorías acerca del mundo, como si armaran un rompecabezas. Sacan conclusiones a través de procesos de pensamiento que ya comienzan a acercarse a los nuestros aunque siguen siendo algo distintos y, claro, les faltan piezas, muchas piezas.

La vida, la muerte, las relaciones entre los padres, lo que significa ser hombre y mujer, al mismo tiempo que se dan cuenta de que existe una diversidad importante y que no todos los hogares y personas son iguales, que existen intenciones opacas a la mirada del otro, entre otras cosas.
La niña que tengo al frente parece seria, se sienta a mi lado y comenzamos a dibujar. Es capaz de interactuar sin mayor problema y muestra una creatividad gráfica y verbal notable. Dibuja una estrella fugaz, un pollito emergiendo de un cascarón y, en general, su comportamiento contrasta con el que me ha sido referido por los padres.

Converso con ellos. “Bueno, además del nacimiento de su hermanito, mi padre falleció hace unos meses”, cuenta la madre. Pregunto qué explicación le dieron. “Que cuando la gente crece y pasan los años, Dios lleva a su lado a los que son muy buenos”, me responde.

A veces respondemos para salir del paso –o, mejor dicho, de nuestra propia angustia–, para evitar sufrimientos, nos decimos, con explicaciones que los niños toman al pie de la letra. Con ese argumento, cualquiera comienza a portarse mal. Es peligroso ser buenito.