Una de las tareas, de las primeras y más importantes, es hacer sentir a nuestros hijos que viven en un mundo suficientemente amigable. Para ello el amor es importante, pero no basta. Protección frente a peligros externos y también los del propio cuerpo, rutinas y conductas que ofrecen predictibilidad, por ejemplo, permiten que el pequeño se desarrolle más o menos seguro de que hay una gerencia a cargo del entorno.

El anterior reto se complementa con el de ir trasladando el papel ejecutivo al niño, de manera progresiva. Si va sintiendo que vive en un lugar protegido desde el que vale la pena explorar zonas cada vez más anchas y ajenas, la cosa va por buen camino. Un balance entre cuidar y soltar, ni tan lejos que no alumbre ni tan cerca que queme.

Pero, ¿qué ocurre cuando el mundo se desmadra y surge una amenaza que nadie entiende completamente, que supera los recursos habituales de todos? Por ejemplo, una epidemia. ¿Qué les decimos a los niños?

Una vez más o menos controlada nuestra propia ansiedad, con calma razonable, primero tener una idea, con preguntas sencillas, de lo que los menores saben —realidades y fantasías—; luego, aceptar temores y miedos que puedan expresar, sin descartarlos con un torrente de datos. “Sí, da miedo, es natural”. Luego se puede dar información, de acuerdo con la edad y estilo de nuestro interlocutor y, esto es crucial, ofrecer escenarios en los que el niño tiene funciones y misiones que ayudan al esfuerzo colectivo y a la tarea de cuidarse. Y, para terminar, aceptar que hay cosas que uno no sabe, pero que nuestra presencia protectora es incondicional.

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