Si dos grupos enfrentados han agotado su capital de confianza, no pueden atribuir sino malas intenciones al otro, la negociación deja de ser una opción y tienen, ambos, capacidad de causarse daño importante, el desenlace es poco prometedor.

Si coinciden en un mismo espacio donde hay muchos que no pertenecen ni a uno ni a otro, divididos en quienes tienen simpatías por uno u otro, los indiferentes a uno y otro, pero la mayoría desarmados y no dispuestos a poner en peligro el pellejo, es probable una tragedia.

Hace pensar en esa escena —hay muchas en la historia del cine— de la notable Bastardos sin gloria cuando los protagonistas se encañonan mutuamente, blufean, amenazan, abierta y encubiertamente, hasta que se desata un armagedón en el que pierde su sentido la pertenencia a un bando ya que todos sienten que matar es preferible a morir y… todos terminan muertos.

En lo anterior lo colectivo se vacía de contenido, la estrategia se despinta y lo que parece ser partidas simultáneas de ajedrez termina convirtiéndose en partidas simultáneas de… ping pong. La motivación central es la supervivencia individual, excluyente de cualquier otra.

Es lo opuesto al equilibrio del terror que predominó durante la Guerra Fría y que sigue subyacente a las relaciones entre las grandes potencias: la inevitabilidad de la destrucción mutua o un daño colectivo irreparable, hace que se siga buscando ventajas, se siga buscando el triunfo sobre el bando contrario pero sin acercar el dedo al botón que activa las armas últimas.

En el segundo caso, a pesar de lo que está en juego, razón y emociones, corto y largo plazo, impulso y mediación intelectual, movimiento reflejo e ideación, al igual que en ajedrez, se combinan de manera productiva. En el primero, es un zafarrancho de acciones instintivas cuyo fin es ganar por puesta de mano, una lluvia de mates de ping pong en la que todos pierden.

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