(Getty Images)
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Como parte de su candidatura a una prestigiosa universidad extranjera, un joven debe escribir acerca de una palabra que lo haya marcado. Escoge “sobremesa”. El texto que debe presentar sirve para definir el término y profundizar vivencias significativas.

Es una de esas palabras intraducibles a otros idiomas —tipo el iktsuarpok esquimal que denota el nerviosismo que hace que uno deba salir a cada rato del iglú para ver si llega alguien inesperadamente, o el schadenfreude alemán que alude a la alegría que causa la infelicidad ajena—, que resuman tradición y creatividad.

Es el mensaje, además, de una cultura en la que, como la peruana, lo más importante ocurre alrededor de la gastronomía, en ese espacio que une organismo, placer, palabra, sabores y que es una pausa sagrada en la actividad cotidiana. Pero, sobre todo, connota los vínculos más importantes, las relaciones familiares, que a través de la sobremesa se cimientan, se ponen a prueba, se convierten en juego y experimento, en tema para cuadrilátero o corte de conciliación, en panel de debate o escenario de comedia, en aula de aprendizaje o set de reality sin público, en material de recuerdo y refugio nostálgico.

La elección presenta a la persona, de dónde viene, tanto en lo individual como en lo colectivo, y cómo va a procesar aquello que la universidad le va a dar. Si me pongo en los zapatos del evaluador, no dudo que miraría muy positivamente su candidatura. Y, además, admiraría a su familia, que supo ofrecer no solamente comida nutritiva sino buenas sobremesas.

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