¿Cómo es posible que individuos, familias, colectividades y gobiernos se comporten en función de algo muy remoto en términos de probabilidades? ¿No se dan cuenta de que están matando los espíritus animales que mueven el mundo, crean riqueza, innovan; de que bloquean la circulación de ideas, servicios y productos?

Hay una unidad estadística, la micromuerte, que es la probabilidad de morir cada vez que nos levantamos y hacemos una jornada rutinaria: 1 en un millón de peruanos. Si un millón recorren 40 km en moto, cuatro terminan en el cementerio; y si hacen una maratón, siete.

Si una de cada mil personas se contagia del coronavirus, y de esas, tres de cada 100 mueren, seguimos en guarismos no muy alejados de los del párrafo anterior. La diferencia es que las actividades mencionadas son algo que decidimos y controlamos, no algo que acecha, invisible. Igual, ¿justifica maniatar las fuerzas productivas?

A ver, ¿acaso la esperanza de sacar adelante una startup, de ganar en grande en la bolsa, de dar con una idea que lo cambiará todo, es más probable que contagiarse del corona? Y, a pesar de ello, las reglas de juego están pensadas, en parte, para facilitar y movilizar fuerzas que permitan a unos pocos llegar a la meta.

Puede gustar o no, pero lo mejor y lo peor de nuestra especie, lo bueno, lo malo y lo feo, tiene que ver con miedos y deseos, expectativas positivas o negativas, utópicas o distópicas que no se validan por la probabilidad de que se concreten. Y si a la mente la fuerzan a escoger entre llegar al paraíso o no ingresar en el infierno, se va por lo segundo.

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