(Foto: iStock)
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Aunque la expresión de mi título se usa en el mundo anglosajón para todos los ámbitos (y no solo los negocios), yo sí quiero referirme hoy específicamente a estos, especialmente ahora que transitamos hacia la reapertura (y ojalá pronto, reactivación) económica. He sido y sigo siendo un gran defensor de que se desparalice la acción humana tras esta extensa y draconiana cuarentena que lamentablemente nos deja desastrosas cifras tanto sanitarias como económicas. Pero sería una enorme ingenuidad aspirar a que los negocios regresen a la “normalidad” pre-COVID. Y, sin embargo, hay quienes así parecen añorarlo.

Está, por un lado, la cuestión social. Por más que no se pueda exigir que un negocio deje de aspirar al legítimo lucro, nos guste o no, el entorno sociopolítico exige adaptaciones. Sin entrar siquiera a realizar juicios morales (ni legales), resulta suicida pretender que, cuando el mundo vive una pandemia, los negocios se comporten como si nada estuviera ocurriendo o lo que ocurre no importara. No justifico, ni siquiera suscribo, las bravatas con amenazas expropiatorias ni los burocratismos kafkianos de los protocolos… pero la gente tiene que sentir que las empresas están, de alguna manera, de su lado y no en su contra. Si a alguien se le puede exigir creatividad –para facilitar la vida de los consumidores–, es a los empresarios.

Y lo anterior, proyectado más allá de la coyuntura hacia los modelos de negocio, implica que la normalidad pospandemia no será en ningún caso igual a la previa. Desde la tecnología hasta los nuevos hábitos de consumo derivados de cambios sociales laborales y, en general, humanos, generarán cambios en la demanda. Y la oferta empresarial debe estar lista para satisfacerla, aunque no resulte fácil, porque la recesión nos obliga a pensar en la sobrevivencia del negocio. Pero es lo que toca.

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