Teresa tenía 6 años cuando murió su madre de cáncer; 8 cuando su padre, desconsolado de viudedad, se dejó llevar por una pulmonía. Ocho años más bajo la tutela de unas tías, y a los 16 se embarcó a EE.UU. a estudiar, mientras las chicas de su clase se preparaban para casarse.

Emprendió –en la segunda mitad de los años 50– una vida audaz y aventurada: fue salvavidas, tomó clases de ruso en plena Guerra Fría, exigió igual paga para igual trabajo (antes del feminismo), tuvo citas interraciales (antes de los derechos civiles), dejó a su prometido militar (gringo) porque no soportaba sus modales.

Escogió regresar al Perú, casarse, ser mamá. Y tuvo seis hijos; yo soy el menor. Teresa tuvo la entereza de regalarnos la vida sin tener modelos de crianza a la mano. Con la torpeza emocional de quien aprende sobre la marcha, forjó un camino. “Madre solo hay una”, dice el dicho, y siempre sentí que mi madre era distinta de todas, que se salía de todos los moldes. Eso me ha hecho como soy, y le agradezco. De ella, de su ejemplo (y no de mi padre, ideólogo) aprendí a amar la libertad y a respetar las diferencias. Es quien más ha influido en mi pensamiento, con su brutal honestidad y humildad intelectual.

Risueña, melómana, culta, politiquera, principista, pero nunca dogmática, de mente abierta, tímida, afectivamente austera, cosmopolita, aventurera, ingenua, desprendida, distraída, resiliente y mucho más: ninguna extensión bastaría para abarcar su vida extraordinaria. “De mi padre aprendí a buscar la verdad; de mi madre, lo que está debajo de la verdad”, dijo el escritor israelí Amos Oz. Hoy, que Teresa ha cumplido 80 años de entereza, me permito la rebeldía filial de rendirle este modesto y público homenaje de amor.

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