(Foto: GEC)
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Tres amigos regresan de la guerra. Parish había perdido las manos, pero se manejaba bien. Habría que felicitar a la Marina por haberlo entrenado a usar bien los garfios, alguien comentó. Pero no pudieron enseñarle cómo abrazar a su chica y acariciarle el pelo, contesta el sargento Stephenson. Él mismo recupera su trabajo en un banco, pero las ganancias financieras no compensan las pérdidas de la guerra. Se refugia en el alcohol. El oficial Denny empieza a trabajar en un gran almacén. Su jefe lo humilla, había sido un soldado bajo sus órdenes. Un día un señor les reprocha haber luchado una guerra para entregársela a los comunistas. No son patriotas, grita. Se arma la pelea.

Al final, la historia tiene un final feliz, los tres personajes se integran a la sociedad. Se cuenta en Los mejores años de mi vida, de Willian Wyler, que ganó siete Oscar en 1947. Pero en otro filme, la misma historia tiene un desenlace opuesto. Se trata de Los violentos años veinte, de Raoul Walsh, en la que los tres amigos, esta vez veteranos de la Primera Guerra Mundial, no pueden integrase; marginados, terminan siendo parte de las mafias del alcohol durante la Ley Seca de los Estados Unidos.

La guerra mutila físicamente a algunos, pero a todos afecta psicológicamente. Por eso el regreso a casa es tan difícil, adaptarse es otra lucha. Sin sangre, pero igual de violenta. Sin enemigo visible, pero más perversa porque quienes atacan son nuestros miedos y nuestros prejuicios. ¿Cuántos años van desde nuestras guerras? ¿600 desde Pachacútec, 500 desde Pizarro y Almagro, 240 desde Túpac Amaru, 200 desde San Martín y Bolívar, 150 desde Piérola y la guerra con Chile, 100 desde Leguía, 90 desde Sánchez Cerro y el Apra, 70 desde Odría, 50 desde Velasco, 40 desde Sendero, 30 desde Fujimori, 20 desde la corrupción?

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Este proceso electoral que nos agobia es un capítulo más de esa larga historia. ¿Qué vamos a hacer cuando termine y se arme un nuevo gobierno?, ¿qué voy a hacer yo? Un desenlace puede ser marginarnos hasta encontrar la ocasión de una revancha, porque el proceso nos ha dejado con mucha rabia y poca esperanza. Pero seguir paralizados en el odio no ayuda. Si miramos bien las encuestas, solo un tercio votó por un candidato porque no quería al otro; más de los dos tercios han votado por un cambio. Es un buen comienzo para encontrar diferencias, conciliar soluciones, construir puentes hacia ese cambio y volver a creer. Si rompemos esta historia paralizada, quizá este año, a pesar de tanto y de todo, podría ser el mejor de nuestras vidas.

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