[OPINIÓN] Gabriel Ortiz de Zevallos: “Reflexiones de fin de año”.
[OPINIÓN] Gabriel Ortiz de Zevallos: “Reflexiones de fin de año”.

Entre mis recuerdos de niño está el no entender por qué mis papás leían diariamente los obituarios. Después del desayuno los fines de semana era fijo tirarse en la alfombra de su dormitorio a recoger las secciones de los periódicos que mis padres terminaban de leer, mientras escuchábamos su conversación y preguntábamos de todo un poco. A mí me costaba entender por qué querían saber quién se había muerto. Me parecía sórdido, de mal agüero. Mi mamá me explicó el motivo, tan obvio para alguien adulto como sorprendente para un niño: velorios a los que te corresponde ir, pero de personas que no sabes que se han muerto. Aún me cuesta leerlos, pero cada vez es más natural, porque ya la muerte ronda más cercana y frecuentemente a gente que conozco y quiero.

Estos últimos meses varias situaciones me hacen volver a escribir como cantaleta que somos estúpidamente elusivos respecto de la idea de la muerte, y que valoraríamos más la vida si tuviéramos los cojones de hablar de la muerte y el duelo con más frecuencia. Saldríamos beneficiados todos: los que están en duelo, que sabrían que pueden desahogar lo que sienten y temen, y los que no lo están, porque serían más conscientes del privilegio (finito) que tienen.

Recientemente, he tenido conversaciones con personas que están atravesando duelos brutalmente duros, y sentido la misma impotencia, desconcierto y temor que sentí yo cuando mataron a mi mujer, hace ya casi 24 años, cuando ella apenas tenía 33. Y hay ciertas cosas que deberían ser parte del conocimiento común, simplemente porque somos mortales y algún día, con o sin aviso, vamos a tener que pasar por ese difícil pero aleccionador trance.

Cuando muere alguien, cada sobreviviente en la familia vive un duelo distinto. No entender que eso es así puede generar resentimientos no solo inútiles sino dañinos. La regla es que los duelos siguen rutas individuales, punto. Se tiene que aceptar y respetar todas las maneras de vivirlo, acompañándose dentro de lo que es posible, pero respetando cada proceso individual.

Las cinco etapas del duelo que estableció Kübler-Ross son solo elementos de referencia, no una secuencia de negación-ira-negociación-depresión-aceptación. Las personas con quienes tenemos relaciones estrechas implican una serie de dimensiones diferentes donde el duelo necesariamente debe ocurrir para poder adaptarse a la vida sin ellas. Uno muchas veces niega ciertas dimensiones porque puede no estar preparado para afrontarlo. Esas etapas se viven, por lo tanto, una y otra vez, en muchas dimensiones, de las cuales no somos del todo conscientes. Y, como todo aquello que nos emociona profundamente, el tiempo deja de existir, por lo que pasado y presente se mezclan. Enfrentar un duelo inesperado es agotador y largo. También es uno de los procesos que más nos enseña sobre cómo es la naturaleza humana, y la manera en que nuestros pensamientos y sentimientos se contradicen y yuxtaponen, en un espacio atemporal, y donde emergen temores básicos que no reconocíamos tener. Es difícil saber cuándo acaban y, si se quiere retomar la vida con ganas, se necesita a veces incluso enfrentar otras carencias que uno tenía y que se remueven al perder a la persona querida.

Hoy, hay muchos más libros e información adicional que tratan sobre el tema de los que había hace 24 años, pero sigue siendo tabú. A un amigo que está enfrentando un duelo extremadamente duro pude encontrarle libros específicos de referencia. Pero, para que realmente hagan una diferencia, no solo los que están viviendo un duelo necesitan leerlos sino también los que están en su círculo. Como cualquier otro trauma, se necesita hablar de él, de lo que nos genera, y solo ese proceso de desahogo permite recuperar perspectiva y, poco a poco, sublimar el dolor por añoranza.

Si alguien cree que es deprimente hablar de estos temas, ojalá que no le exploten en la cara sin ninguna conversación previa. Hablar de duelo y muerte puede ser incómodo, pero es aleccionador sobre una experiencia impajaritable, y nos lleva a una única conclusión: hay que aprovechar al máximo la vida, mientras dure. Eso revitaliza, no deprime.

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