FOTO: ALESSANDRO CURRARINO / EL COMERCIO
FOTO: ALESSANDRO CURRARINO / EL COMERCIO

La ausencia del Estado, o peor aún su presencia incompetente, construye vacíos que tarde o temprano han de llenarse. Porque el pacto social, el clásico por lo menos, supuso que delegásemos ciertas facultades en entes de gobierno que velarían por los intereses de las grandes mayorías. Y una de esas facultades es la del orden interno y la seguridad. Ya vimos durante años cómo el terrorismo maximizó esa ausencia; vemos aún mafias y crimen organizado operando con total impunidad; y vemos ahora cómo, en varias zonas de la capital, ha empezado una suerte de justicia callejera, de toma de armas, de ajusticiamiento masivo. Se está buscando el orden mediante el desorden, se está desbordando violencia buscando la paz, se está manifestando una vez más la ira y la frustración a punta de fierro, puño y puñal. Lo que ha sucedido en La Victoria y El Agustino no es sino la manifestación perfecta de “o lo haces tú o lo hago yo”. Porque este país vive -o sobrevive- no por el Estado, sino a pesar de él. Y que esto no se entienda por el lado del reduccionismo de la figura pública; el Estado es necesario. El problema no está en la composición de este. El problema no es la máquina; es el operador. Un operador formado en las entrañas mismas de la corrupción, gestado en el vientre del individualismo y el materialismo a ultranza, que solo busca llenarse la panza, aun a costa de la desgracia ajena. Este nuevo ciclo de violencia no es, ni por asomo, una patente peruana. Es el fenómeno resultante de décadas de aplicación de un modelo global que ha confundido el camino al éxito y a la felicidad, haciéndonos creer que la acumulación de bienes es el camino a seguir. Y no, no hay bienes suficientes en un mundo de recursos finitos. Una naturaleza que, además, venimos depredando ansiosamente y que también se ha tomado la justicia por sus manos y está desatando toda su furia contra su propio depredador.