Foto: Midjourney/Perú21.
Foto: Midjourney/Perú21.

Con la urgencia propia que las grandes causas ameritan, un amigo de sólida solvencia moral y profesional me advierte que algo terrible está por suceder.

Usualmente lo mejor es pensar lo peor: cayó el gobierno, esta vez por una liposucción con depilado láser. O, peor aún, Juliana Oxenford se lanza a la Presidencia.

Pues no. Los sucesos no eran tan dramáticos, aunque sí verdaderamente dolorosos:

Hermano, están cerrando El Pollón.

Para cualquier ciudadano orgulloso de un pasado saludablemente irrecuperable, esa noticia era la demolición de un repositorio de recuerdos y ociosidad nocturna. La caída de un templo que profesaba camaradería bajo el tintinear de cervezas y el trasiego de pollo a la brasa, arrullados por la simulación marina de los automovilistas apurados sobre la avenida de El Ejército. En nombre del desarrollo inmobiliario desaparecía un lugar donde se podía ser feliz sin mayor requerimiento que hambre y amistad.

Y en donde, por mayor añadidura, todo cliente – sin distinción alguna de raza, credo o condición social— era reconocido académicamente. Ser parroquiano de El Pollón era convertirse automáticamente en ingeniero. Con los años y la repetición, el grado académico se elevaba al vocativo inmejorable de inge.

Huelga decir que el informante en cuestión fue en su momento alguno de aquellos ingenieros que bebieron de las fuentes de frituras de El Pollón, lo que lo distingue como miembro de una hermanda semisecreta. La pequeñez limeña obliga a respetar su anonimato pues los actuales estándares de prestigio favorecen el Rolex en desmedro de una fuerte de salchipapas para compartir.

Este local por desaparecer era, en realidad, la segunda vida de El Pollón. Inicialmente casi colindaba, grifo mediante, con la Pera del Amor, espacio de romanticismo y tocamientos de antaño. Esta brisa de concupiscencia, junto con el aroma a gasolina que emanaba de la estación de servicio, le otorgaba una cualidad ensoñadora, cuando no alucinógena, al oxígeno de El Pollón.

Las noches eran un escenario prometedor y misterioso, con notas de ají y chimichurri como cable a tierra de la finitud de la vida. Nader Barhumi, cuántas verdades de la vida, ya olvidadas por cierto, aprendí de usted en veladas donde el dilema vital del ser o no ser reducíase a saber optar entre parte pierna/parte pecho. El cierre recurrente de la tertulia, oh juventud existencial, era que, si detonaba una bomba atómica sobre Lima, lo único que sobreviviría sería El Pollón, protegido por el carácter antibiótico de su chimichurri fosforescente.

La muerte anunciada de El Pollón arrastra otros lutos provocados por el paso del tiempo sobre los escenarios de la memoria. Para generaciones previas, que por ello reconocemos como más sabias, en el principio fue el Cream Rica. Ese lugar abrió trocha para la osada presencia hawaiana del Oasis en la avenida Elmer Faucett, la modernidad futurista del Tambo en la avenida Arequipa; o el ambiente familiar y norteamericanizado de la Fuente de Soda Todos, cuando beber un milk shake a la vera del recién inaugurado zanjón equivalía a vivir en el futuro.

La lista de los que se han adelantado a El Pollón en su tránsito a la mitología urbana es larga y aleatoria. Habría que mencionar a La Casita de la calle Schell y su irrepetible crema de aceitunas; el Davory de Miguel Dasso con su butifarra caliente de cebolla blanca y salsa golf; el caballito inmóvil del Bar B Q; y entre los últimos finados, los anticuchos lechuceros de Pits en comandante Espinar que, cual samaritano, le daban una mano al creyente que llegaba tambaleándose y sin destino.

Algunos han sobrevivido entre el milagro y la perseverancia, como el Tip Top, último bastión del servicio al auto en bandeja donde el hot dog kilométrico aún no conoce la flacidez. O el Chíos de la avenida Arenales, donde un aguadito fosforescente establece un enigmático vórtice entre el vecino hospital Rebagliati y las funerarias oportunistas que lo rodean.

Es de bien nacido ser agradecido. Podría ser absurdo agradecerle lo vivido a un pollo a la brasa, pero, en este caso, la gratitud se extiende a una atmósfera, a una inmanencia inasible que resplandecía guiados por un aviso de neón, faro pagano a orillas de una avenida ruidosa y hostil. Aprender a saborear momentos que luego el tiempo arrasaría sin clemencia era una manera de educarse en cómo sobrevivir al naufragio.

Los que El Pollón conocimos cada vez que mastiquemos la noble ave de corral escucharemos una voz interior que nos diga: provecho, ingeniero. Será suficiente.