“A diferencia de lo que ha ocurrido en otros países en los que los aplicativos fueron recibidos con protestas por los taxistas formales y organizados, en el Perú fueron la opción de formalización”. (Foto: GEC)
“A diferencia de lo que ha ocurrido en otros países en los que los aplicativos fueron recibidos con protestas por los taxistas formales y organizados, en el Perú fueron la opción de formalización”. (Foto: GEC)

Cuando mis hijos eran adolescentes, les tenía terminantemente prohibido tomar taxi ‘de la calle’. Si bien existía la opción, el servicio que se conseguía telefónicamente era escaso y tardaba bastante (en ocasiones no estaba siquiera disponible). Eso hacía que se tuvieran que organizar con los amigos o simplemente desobedecer. De hecho, mi hijo aprendió la lección cuando un taxista lo apuntó con un arma y le robó lo que tenía.

Al riesgo del servicio de taxi informal hay que sumar que estos se toman en la calle e involucran un proceso de negociación entre el chofer y el potencial pasajero que puede durar varios minutos, lo que origina congestión en la vía por una discusión que no suele involucrar más de tres soles.

Los fallidos intentos de las autoridades para formalizar el sistema (pintarlos de amarillo, registrarlos, ponerles taxímetro, etc.) terminaron gracias a la tecnología, cuando el mercado se organizó y los aplicativos, sin ser una opción perfecta, comenzaron a ser utilizados.

A diferencia de lo que ha ocurrido en otros países en los que los aplicativos fueron recibidos con protestas por los taxistas formales y organizados, en el Perú fueron la opción de formalización.

Entre los taxistas con los que me ha tocado viajar y conversar hay peruanos y venezolanos (las gracias al Waze); laboran con los aplicativos como único trabajo o como forma de completar los ingresos porque trabajan en otras empresas o son dueños de una a la que, mientras sale a flote, tienen que apuntalar; muchos perdieron su empleo en la pandemia. (Aunque una vez hubo un jubilado que decidió manejar taxi porque su médico le había recomendado conversar con gente para evitar la depresión).

Algunos cuadran sus horarios para trabajar únicamente en las horas de mayor demanda, otros hacen 12 horas diarias; unos son propietarios del vehículo, otros lo alquilan. Hay quienes se focalizan en determinadas zonas para sus recorridos, otros toman ‘carreras’ largas. El común denominador es que no suelen quejarse de su trabajo y la mayoría está satisfecha y reconoce y aprovecha los incentivos que les da su aplicativo por completar cierto número de viajes, entre otros. Les toca lidiar cada día con el tráfico agresivo e infernal de Lima y nos alivian no solo en eso, sino en la búsqueda de estacionamiento, algo cada vez más difícil de encontrar por la cantidad de vehículos y por la aparición de las ciclovías con tres bicicletas por cada 100 automóviles. ¿Quejas? Algunos aceptan el viaje, van en camino y repentinamente deciden cambiar de ruta para aceptar a otro pasajero con un viaje más atractivo.

Hay buenos y no tan buenos conductores, pero, en general, son relativamente cuidadosos y no sienten que tienen la impunidad de los microbuseros, cuyo tamaño de vehículo y competencia con otros de la misma ruta los llevan a un manejo imprudente, sin cumplir alguna norma y excediendo los límites de velocidad. Este sí es un caso en el que el mercado no ha podido aliviar el problema y donde debe entrar más el Estado a regular y sancionar.

“Tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”.

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