El infinito dolor de Roald Dahl
El infinito dolor de Roald Dahl

Enorme escándalo ha generado el revisionismo, casi criminal, que se ha querido imponer a las obras de Roald Dahl, autor de Matilda y de Charlie y la fábrica de chocolate. Los herederos de Dahl, junto con los editores, decidieron eliminar términos de la obra del autor para hacer “más amigable para lectores sensibles”. Esto va desde la eliminación y sustitución de palabras hasta el cambio de citas y referencias (Conrad por Jane Austin, por ejemplo). Esto, naturalmente, ha ocasionado la crítica por parte de académicos y escritores. El escritor Juan Soto Ivars escribió para El confidencial un artículo titulado La censura idiota contra Roald Dahl contada al estilo Roald Dahl, del que he tomado el nombre para este artículo.

Uno de los pocos buenos consensos logrados por la academia literaria mundial en el Siglo XX fue concordar en la idea propuesta por Roland Barthes acerca de la necesaria “muerte del autor” para la valoración de la obra. Para Foucault, incluso, la obra tiene derecho a “matar al autor”. Sin embargo, en los últimos años existe un fuerte movimiento dentro de la academia anglosajona (influenciado por disciplinas ajenas a la literatura) que busca la reprobación de por los actos de sus autores o, lo que es aún peor, por la temática de la misma. El libro publicado ya no le pertenece al arte o a la sociedad, vuelve a entrar a la esfera del autor y, por si fuera poco, empiezan a prohibirse temas dentro de la literatura por considerarse culturalmente ofensivos.

Hace poco conversando con un profesor llegamos a la triste conclusión de que hoy, en los tiempos en lo que reina la libertad de expresión, se censuran más libros que en los siglos pasados. Claro que ya no se los incinera en pilas públicas, sino que son rechazados por editores que pasan más tiempo viendo si el manuscrito ofende a alguien que si este es un buen texto literario. En estos tiempos sería imposible publicar textos como la novela picaresca del Siglo XVI que contiene pornografía, referencias a enfermedades venéreas, abuso sexual, incesto, entre otros. Lo curioso es que la inquisición, la original, sí lo permitió y un editor moderno, seguramente defensor de la libertad de expresión, no lo podría tolerar.

Hace algunos días los editores de James Bond anunciaron la decisión de eliminar de los libros de Ian Fleming la palabra “negro” y todas las descripciones raciales que podrían considerarse racistas. Si bien la finalidad parece ser buena, la solución no debería pasar por ocultar la realidad (por más oscura que sea): el racismo existe, es parte de ella y, por lo tanto, parte de la literatura. Esta censura es idiota porque, en lugar de educar a los lectores para entender los textos dentro de su contexto histórico a través de una lectura crítica, se les oculta de una realidad que lamentablemente sigue existiendo y a la que no podrán combatir porque no tendrán las herramientas intelectuales para hacerlo. Por si fuera poco, maquillar autores como Dahl termina por limpiarles el rostro. Pues los nuevos lectores no sabrán cuáles fueron las ideas de Dahl.

Es necesario analizar si bajo todos estos términos de lo políticamente correcto la cultura puede realmente florecer. O, más bien, se está imponiendo un imperativo de mero entretenimiento en el ejercicio literario, como si los libros fueran programas de televisión (apto para todos) y no fueran producto de un oficio intelectual ¿Se puede hacer un verdadero ejercicio intelectual sin ofender a nadie? No. La verdadera literatura cuestiona, incomoda, debate y, en algunos casos, combate. La literatura está escrita por escritores de todo tipo: buenos, malos, racistas, democráticos, totalitarios, progresistas, machistas, feministas, entre otros. Maquillar la realidad no es la manera de combatir las taras sociales, criticar a los autores, criticar a las ideas, criticar el texto sí. Si ocultamos las malas ideas, en el futuro vendrá un bobalicón envalentonado a proponer esas ideas como revolucionarias y novedosas (miren a Trump o los seguidores de Vox). Se está decidiendo dejar de educar. Si usted no quiere leer a un determinado tipo de escritor, no compre sus libros. Si no quiere toparse con la realidad, no salga de su casa.

Además, resulta arbitrario porque mientras se sigue estudiando al excelente Thomas Mann a pesar de La muerte en Venecia, Nabokov, por Lolita, parece estar condenado a todos los círculos del infierno. Qué mejor que leer Lolita para entender el daño que genera una sociedad patriarcal y machista, todo depende de la mirada con la que se ingresa a los libros. La estrategia de las editoriales, la academia y los medios debería ser educar a los lectores para que sean críticos, no crear una masa de compradores idiotas.