Migración. Foto: ACNUR
Migración. Foto: ACNUR

Rota la ilusión del crecimiento económico, son los muchos peruanos que han buscado salir de su país para mejorar su economía. Solo el año pasado más de cuatrocientos mil peruanos salieron del país para no regresar. Las malas decisiones electorales, la paupérrima preparación de nuestro establishment político, la endémica corrupción y los mediocres gobiernos de Pedro Castillo y Dina Boluarte han sido los detonantes para que miles de personas, especialmente los jóvenes, empiecen a ver al Perú como un país poco atractivo para desarrollar su plan de vida. Somos un país de familias rotas.

Irse no significa, como muchos suponen, algo placentero. El que migra se desmiembra, se desarraiga, empieza a tener un sentimiento de pérdida. La nueva tierra no es suya, tal vez nunca sea suya. La mala suerte existe, muchos han sufrido su aliento triste. Hay quienes han sido víctimas de maltrato, abuso, discriminación, especialmente quienes huyen de manera irregular empujados por las responsabilidades familiares y los sueños anhelados. Pero también se empieza a ganar, aunque de manera inconsciente, una nueva cultura. Algunos encuentran en las nuevas amistades, una especie de nueva familia. Aunque es, muchas veces, la soledad el sentimiento que más predomina.

Soy privilegiado. Mi condición de estudiante internacional me permite regresar al Perú para ver a mi familia. Al ver el aeropuerto Jorge Chávez desde la ventana del avión, los recuerdos de la partida irrumpieron en mi mente. Aquel caos que aparecía ante mis ojos me era conocido: las chabolas de colores apretujadas sobre los cerros, las largas calles de tierra, el inconfundible océano pacífico. Tan lejos y tan distinto al lugar de donde se viene. Al bajar del avión, no hay nada más lindo que escuchar nuestro acento, el español peruano, con pata, causa, yuca, chévere…

Después de eso, viene el contraste, la inevitable comparación entre aquí y allá. El sabor de la comida, el calor de la gente, la chispa y el ingenio peruano, los paisajes disímiles y nuestros pueblos tan desprovistos de infraestructuras y de servicios. Aparecen los amigos y uno piensa que jamás podrá hacer amistades como esas allá. Después, los abrazos con la familia, los padres, los tíos, los hermanos. Se vuelve a sentir el calor de hogar y uno se pregunta si valió la pena todo lo sacrificado, todas las noches lejos de los que uno quiere.

Tal vez quien se va sea quien se dé mejor cuenta de los defectos y las virtudes de un país como el Perú. La lejanía envuelve al juicio con un manto de objetividad. El Perú es una maravilla, pero sus defectos son enormes. A pesar de ello, el alma está contenta por estos lares. Nuestra diversa y rica cultura le abraza, nuestra gastronomía le alimenta y nuestro ingenio le saca unas cuantas carcajadas, aunque sean protocolares, pues el que no es de aquí ni de allá, el migrante, el ser híbrido, el que está en el medio, sabe que tarde o temprano tendrá que volver a empacar y tendrá que despedirse de todos.

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