Pequeñas f(r)icciones: Mi Buenos Aires querido
Pequeñas f(r)icciones: Mi Buenos Aires querido

En algún lugar de Buenos Aires, el profesor revisa, en su laptop, las noticias deportivas sobre su alejamiento definitivo de la selección peruana de fútbol. Mientras sus ojos asisten al desfile interminable de notas tristes, apesadumbradas y melancólicas, la voz ronca de Andrés Calamaro le va repitiendo lo que le dijo un soldado romano a Dios, que no se puede, ni en la vida ni en el fútbol, vivir del amor.

–Ricardo –le dice Gladys, su esposa, interrumpiéndolo y mostrándole un celular–. Te llaman de Perú.

Gareca voltea a mirarla.

–¿De Perú? –responde y parece que una pequeña luz nace y, en seguida, muere en sus ojos.

–Sí, de Perú.

–Lo siento –dice Gareca y hace una mueca juntando los labios, como un puchero–. Ya tomé una decisión.

Gladys alza los hombros. Sabe que su esposo tiene una debilidad por el Perú. A ella le gustaría que continúe, pero también quisiera verlo descansar. En cualquier caso, más de 35 años de matrimonio le habían enseñado que, cuando Gareca tomaba una decisión, esta se hacía casi irreversible.

–Lo sé, Ricardo. Sé que ya decidiste algo, pero creo que debés contestar esta llamada.

–¿Quién es?

–Es el presidente…

–¿El presidente de la federación? Pero si vos sabés que Lozano…

–No, Ricardo. Es el presidente del Perú.

Gareca vuelve mirar a su esposa, como si sus palabras demoraran en llegar hasta él. Segundos después, reacciona.

–¿El presidente del Perú? ¿Cerrón?

–No, el otro.

–¿El otro Cerrón? ¿El congresista?

–No, Ricardo. No es ninguno de los dos.

–¿Entonces?

–Es Castillo.

–Ah, claro. Castillo.

El exentrenador de la selección asiente y recibe el celular. Se reacomoda en el asiento.

“Aló, señor presidente. Le agradezco la llamada. No, lo siento, ya está decidido. ¿Cómo? ¿Quiere conversar conmigo? Y, yo no tengo problemas, pero no voy a cambiar mi posición, ¿vio? Claro, mire, yo voy a ir a Perú la próxima… ¿cómo? ¿Usted está aquí en Argentina? ¿Está en Buenos Aires? ¿Dónde dice que está?”.

Gareca se levanta con rapidez del asiento, como si fuera impulsado por un resorte. Pasa al lado de su esposa, abandona el estudio, recorre un pasadizo, cruza la sala y se acerca a la ventana más grande. Gladys camina detrás de él hasta alcanzarlo. Entonces, Gareca corre la cortina, el tapasol y mira, a través del vidrio, al presidente Castillo, parado en la vereda del frente, sonriendo como si estuviera en campaña electoral, con una mano sosteniendo el celular y con la otra saludando.

Minutos después, Gareca y Castillo se encuentran cómodamente sentados en las sillas de mimbre del jardín. En la pequeña mesa que los separa, dos vasos de limonada con hielo parecen transpirar sobre la superficie de vidrio.

–Tengo que decirle, señor presidente, me…

–No, no tiene que decirme señor presidente. Dígame como quiera.

Una sonrisa aparece en el rostro de Gareca.

–Y, no me ha entendido. Lo que tengo que decirle es que estoy sorprendido por su visita. Jamás me hubiera imaginado tener un presidente aquí en mi casa.

–Yo también estoy sorprendido –dice Castillo.

–¿Nunca se imaginó venir a mi casa?

–Nunca me imaginé ser presidente.

Gareca se inclina hacia adelante y coge el vaso. Bebe un trago largo.

–¿Y cómo llegó hasta aquí? ¿Por la ruta Lima-Buenos Aires?

–No, por la ruta Pacheco-Silva.

El exentrenador de la selección mueve la cabeza a los lados.

–Imagino que ha venido a convencerme de que vuelva a entrenar al Perú.

–Así es.

–Lo siento, pero ya dije que no. De todas maneras, le agradezco que haya venido. Sea como sea, usted es el presidente del Perú –dice Gareca–. Créame que aprecio el gesto.

Castillo se inclina, se estira, pero su mano no llega hasta la limonada. Se pone de pie y se acerca. Entonces levanta el vaso y lo bebe. Luego, sin decir nada, vuelve a beber. Sobre su cabeza, el cielo despejado anuncia que pronto el sol llegará a su máxima altura.

–Mire, señor Gareca. Le voy a explicar las cosas.

–Le escucho.

–Mi secretario personal, mi mejor ministro y mi sobrino están prófugos de la justicia. Y todo por casos de corrupción supuestamente relacionados a mí. Ante esa realidad, ¿sabe cómo me siento?

–¿Preocupado?

–No, libre.

Gareca se frota las manos. Luego, da un suspiro y entrelaza los dedos. Parece que está a punto de rezar.

–Señor presidente, le vuelvo a agradecer que haya venido hasta aquí, pero le digo, en serio, esto no tiene que ver con usted.

–Todo lo que pasa en el Perú tiene que ver conmigo.

–Y, en eso puede tener razón, pero yo me refiero a que mi problema es con la federación, en particular con Lozano.

–No se diga más –dice Castillo–. Voy a hablar con las rondas campesinas para que vayan y le den su merecido a ese tal Lozano.

–No, señor presidente.

–Usted no se preocupe. Las rondas campesinas hacen todo lo que les pido.

–Pero, entonces, cuando secuestraron a los periodistas…

–Vamos, profesor, no me cambie de tema. Estamos hablando de la selección.

Gareca tose, carraspea y, luego de un momento, se recupera.

–Y, está bien, pero le voy a agradecer mucho que no intervenga. No me gusta la violencia.

Castillo pasa su mano sobre su rostro. Desde que decidió ir a ver a Gareca, supo que esa podría ser su última carta para recuperar popularidad. El último sondeo indicaba que solo un 20% de los consultados aprobaba su mandato. Y eso que la encuesta se realizó en el jirón Sarratea. “¿Se imagina que usted venga desde Argentina junto con Gareca?”, le había dicho un asesor en Lima. “Sería una gran victoria. ¡Usted no se imagina cuánto lo quiere la gente! Es decir, a usted no, sino a Gareca”.

–Señor Gareca, voy a ser sincero con usted. No tengo plan b. La única manera de lograr que la gente me apoye y que se alejen los fantasmas de una vacancia es que regresemos juntos a Lima.

–¿Que regresemos juntos a Lima?

–Claro, regresamos y anunciamos su retorno a la selección.

–Lo siento, pero no puedo hacer eso. La decisión está tomada.

–¿Y su decisión es…?

–La misma, señor presidente –dice Gareca–. No voy a dar marcha atrás.

Apenas Castillo sale de la residencia, Gladys se acerca rauda hasta su esposo. Gareca está de pie, concentrado, como lo estuvo al borde del campo, en tantas jornadas históricas, inolvidables.

–¿Y, Ricardo? –pregunta– ¿Qué pasó? ¿Alguna novedad?

–Y, en líneas generales, ninguna, Gladys. Ninguna.

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