"Y es que, si bien tenía los ojos abiertos, su mirada era interior: un melancólico desfile de escenas de cuando era sano, sagrado y, en buena cuenta, poco menos -o poco más- que la reencarnación de Pachacútec".
"Y es que, si bien tenía los ojos abiertos, su mirada era interior: un melancólico desfile de escenas de cuando era sano, sagrado y, en buena cuenta, poco menos -o poco más- que la reencarnación de Pachacútec".

Semiechado en la silla de mimbre, Alejandro Toledo mostraba un semblante de luto. Ni el cielo celeste ni el brillo del sol de la mañana le habían cambiado el humor, siquiera arrancado una sonrisa. Y es que, si bien tenía los ojos abiertos, su mirada era interior: un melancólico desfile de escenas de cuando era sano, sagrado y, en buena cuenta, poco menos –o poco más– que la reencarnación de Pachacútec. La repentina sombra del guardia que apareció junto a él lo devolvió a la realidad.

-Señor Toledo -dijo.

Toledo elevó la mirada hasta encontrarse con el rostro inexpresivo del efectivo.

-¿Qué pasa?

-Venía a preguntarle si ya puedo hacer pasar a su visita.

-¿Visita? ¿Tengo visita?

-Ah, perdone. Pensé que ya le habían avisado.

-A mí nadie me ha dicho nada. Ni siquiera sabía que ya podía tener visitas.

-Sí, a partir de hoy. ¿Y entonces? ¿Lo hago pasar?

-Sí, ¿pero quién es?

-Es…

-Mejor no me diga. Que sea una sorpresa.

Apenas el guardia salió del patio, la imaginación de Toledo se disparó hacia todos lados, y una incipiente sonrisa apareció en su rostro. Cuando el efectivo regresó con el visitante, Toledo, impactado, tuvo que entrecerrar los ojos, aguzar la vista para comprobar, sin entusiasmo, que se trataba de su examigo y ahora uno de sus principales críticos: David Waisman.

-Alejandro -dijo-. Por fin nos encontramos, cara a cara.

Para Waisman, el encuentro significaba una segunda oportunidad para recriminar a Toledo. El primer intento había ocurrido días atrás, cuando el expresidente llegó al país. Aquella mañana de domingo, Waisman se encontraba esperando el improbable encuentro con Toledo cuando, de pronto, apareció en escena el exministro toledista Carlos Almerí. Tras el apretón de manos correspondiente, lo primero que hizo Almerí fue lanzarle un “tú sabes lo mucho que te estimo, ¿no?”. Sin embargo, luego de tan entrañable saludo, Almerí conminó a Waisman a que no se preste al juego, que era un eufemismo para pedirle, ya sin mucha estima, que deje de hablar mal de Toledo. Ante la negativa de Waisman, Almerí procedió, ya sin estima alguna, a acribillarlo con insultos y amenazas. Waisman, en respuesta zen, le recordó el árbol genealógico entero al tiempo que le propinó un puñetazo que pasará a la posteridad no por su trascendencia –Waisman no es Varguitas, ni Almerí, Gabo– sino porque quedó registrado por una oportuna cámara de televisión.

-¿Qué pasa, Alejandro? ¿No me vas a decir nada?

Toledo respiró profundo y alzó las manos, como si estuviera pidiendo clemencia.

-David. ¿Pero qué ha pasado contigo? Nosotros éramos tan amigos, tan cercanos. Entiendo que mucha gente se haya dejado llevar por la prensa que no me quiere, pero tú, mi mano derecha, ¿cómo es posible que hayas caído en la trampa?

-Ninguna trampa, Alejandro. A mí no me vas a engañar otra vez.

-Pero, David, dime, ¿cuándo te he engañado?

-Vaya, Alejandro. En verdad que eres un caradura.

-Pero dime, a ver, ¿cuándo te he engañado?

-Bueno, si quieres que te lo diga, te lo diré. Total, para eso he venido.

-Dime.

-Tú me diste la mano, me prometiste que íbamos a luchar contra la corrupción y yo te creí. Yo te creí, Alejandro.

-¿Y acaso no cumplí?

-¿Qué dices?

-Claro, yo te prometí luchar contra la corrupción fujimorista y así lo hice.

Waisman iba a responder, pero enmudeció de pronto.

-Acuérdate, David -dijo Toledo-. No tuve contemplaciones y mandé a investigar a toda la corrupción fujimorista que todavía quedaba en el Estado. ¿Te acuerdas o no?

-Bueno sí, sí, eso sí me acuerdo. Pero…

-Pero nada, David. Tienes que darte cuenta de lo injusto que eres conmigo.

-No, espera, Alejandro. ¿Y la promesa de que no ibas a cometer actos de corrupción durante tu gobierno? ¿Qué me dices de eso? Y no lo vayas a negar porque Barata ya te dejó en evidencia.

-David, por favor. Esa promesa también la cumplí.

-¿Vas a decirme que es falso que Odebrecht te dio dinero?

-No, no diré eso.

-¿Entonces?

-Lo que te quiero decir es que la primera cuota de ese dinero la recibí recién después de mi gobierno. ¿Te das cuenta? No puedes decirme que incumplí mi promesa.

Waisman volvió a quedar en silencio.

-Te lo repito, David -dijo Toledo-. Te has dejado llevar por las habladurías de la prensa.

De súbito, como si alguien lo hubiera samaqueado, Waisman reaccionó y contragolpeó.

-Espera, Alejandro. Ahora sí te tengo. Solito has caído. Acabas de aceptar que recibiste dinero y yo recuerdo muy bien, como si fuera ayer, cuando me prometiste, mirándome a los ojos, que nunca cogerías un sol del dinero de los peruanos.

-Y he cumplido esa promesa. ¿Acaso el dinero que me dieron era del Estado? Claro que no, era de Odebrecht.

Waisman agachó la cabeza. ¿Será posible que Alejandro sea solo una víctima? ¿Acaso estaba equivocado? ¿Estaré tratándolo mal injustamente?

-Alejandro.

-Sí, David.

-Mmm, dime, ¿y cómo estás aquí? ¿Te falta algo? ¿Quieres que te traiga algo la próxima vez que venga?

Minutos después, Waisman abandonó el patio de Toledo. Apenas dio unos pasos fuera del fundo Barbadillo, una nube de reporteros pugnaba por obtener sus declaraciones. ¿Qué pasó? ¿Qué le dijo al expresidente? ¿Lo encontró arrepentido? ¿Le preguntó por las coimas? Entonces Waisman sintió un mareo, las piernas se le hicieron de plastilina y, si no fuera porque un reportero lo cogió del brazo, hubiera terminado derramado, a lo largo del terral. Cuando se reincorporó, pareció otro. Había advertido el engaño. Había sido embaucado, una vez más, por Toledo. Entonces, con el rostro encendido, aceleró el pasó y, casi corriendo, regresó a la entrada de la Diroes. “¡Déjenme entrar!”, “¡Ahora sí me va a escuchar!”, “¡Traidor!”, “¡Sinvergüenza!”, empezó a gritar.

Minutos después, y ante tanta insistencia, lo dejaron entrar. Un efectivo lo volvió a escoltar hasta el patio de Toledo. Cuando llegó, este abrió los ojos al verlo regresar.

-David, ¿qué pasó? ¿Te olvidaste de algo?

-Sí.

-Dime.

-Alejandro -dijo cerrando el puño derecho-. Tú sabes lo mucho que te estimo, ¿no?


Este texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!