(Foto: AFP)
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La semana pasada falleció Javier Pérez de Cuéllar y las columnas de los diarios, las redes, los blogueros y el Face se inundaron de homenajes y reconocimientos por su larga trayectoria profesional y su paso, largo también, por este mundo. Fue como se debía y cómo se sabía que sería. El Perú no tiene íconos. No tiene Maradona -ni siquiera tiene a Messi- ni una reina, ni menos un Papa. Pero sí tenemos un Secretario General de las NN.UU. Es lo que hay y dentro de la chatura nacional la figura de Pérez de Cuéllar se ve como un gigante. Los textos y posteos dijeron todos lo mismo: hombre ilustre, carrera distinguida, personaje nacional, peruano excepcional. Al final sobraron los admiradores y los faltaron los adjetivos -parecidos a los de los discursos oficiales pronunciados desde una tarima oficial, el pabellón nacional flameando atrás, la banda esperando que le toque tocar- que nada nos revelan del hombre.

Todo fue sobre su función, muy poco sobre él mismo. Los honores son agradables pero un hombre no se va al otro mundo pensando en cuantos diplomas recibió o cuantas condecoraciones le dieron, sino en quién lo quiso y a quién amó. La vida de los prohombres y también la vida de los meros mortales está hecha de eso. De momentos.

En París veía a Javier casi a diario, en su casa. Bastante más entonces que luego cuando trabajé para él en la Embajada. Allí había jerarquías que respetar. En su casa no y pasé muchas tardes conversando con él. Le interesaban dos cosas. La literatura -más la poesía que la prosa- y las mujeres. No con el ojo de un mujeriego coleccionista, sino con la mirada del fino connaisseur. Estaba informado de la actualidad política, sobre todo la del Perú y la de Francia dónde vivíamos los dos. De Nueva York y de las Naciones Unidas no hablaba nunca, al menos no conmigo; no se sentía afectivamente ligado a la ciudad. No era neoyorquino como yo, era un francófilo y un romántico.

A su mujer la conoció en una comida en Lima por casualidad. Al salir se fueron a caminar al Olivar donde se amanecieron paseando y conversando. Fue un flechazo. Ambos estaban comprometidos con otras personas y la prudencia del diplomático les obligó a esperar para poder mudarse a vivir juntos. Después de ejercer varios cargos diplomáticos le ofrecieron la embajada en Brasil. El Senado rechazó ratificarlo. Un senador clave estaba casado con una antigua novia que Pérez de Cuéllar había plantado y que se la había jurado. Se vengó, pero como era un hombre nacido bajo una estrella la vida le jugó una carambola. Al poco tiempo lo eligieron Secretario General y cayó de pie en un cargo muchísimo más importante.

De Pérez de Cuéllar me queda esta frase, largada casi a pesar de él una tarde en su escritorio en Paris, “El único amor desinteresado que tiene un hombre es el de su amante”.

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