El activismo es la última plaga que le ha caído al golpeado oficio del periodismo luego de las redes sociales, la pandemia, los influencers y una larga lista que crece cada vez más.

El activismo empezó a matar al periodismo cuando los reporteros dejaron de entrevistar a políticos o personajes cuestionables por miedo a ser cancelados. O cuando una ‘editora de género’ elige creer en las denuncias de Ni Una Menos sin antes cruzarlas para no “darle tribuna al agresor” o “revictimizar a la víctima”. O cuando en lugar de priorizar a los que más conocen de un tema entrevistan a expertos en igual proporción de género y etnia. O cuando titulan “extranjero mató a policía” para no estigmatizar a los venezolanos. O cuando conceptos como ‘empatía’ y ‘privilegio’ empezaron a importar más que ideas como ‘justicia’ o ‘veracidad’. O cuando en cualquier disputa legal los medios defienden al que representa a las minorías, tengan o no razón.

El activismo nos ha polarizado. Porque el activista cree que hay “un lado correcto de la historia”. Y si estás en el bando de los buenos, todo es permitido. El chuponeo es necesario, las filtraciones ilegales son periodismo de investigación y las traiciones son el mal menor. Y esta lógica bipolar se magnifica con el algoritmo y las redes sociales. El eterno plebiscito en Twitter tiene dos casillas: like o unlike. Follow o unfollow. O piensas como yo o eres fake news. O te indignas o te escracheo. O me rebotas o te cancelo. Palo. No hay tu tía. No hay tonos de gris. No hay matices. Si no, saltan los matones a sueldo de X, los lobbistas con piel de borregos digitales y los palomillas de ventana a destajo. Fuenteovejuna 2.0 apana a los tibios, funa a los que dicen ‘pero’, linchan a los que dudan.

Y por si todos estos males no fueran poco, ahora se confirma que el activismo que busca reemplazar al periodismo no lo hace por amor a la causa. Como se ha publicado en diversos medios, ONG como IDEA Internacional y Usaid han financiado con cientos de miles de dólares a diversos influencers, periodistas digitales y tuiteros peruanos. Siempre se sospechó quiénes eran los verdaderos ‘patreons’ de los youtubers. Pero ahora se ha confirmado que el Yape era solo una forma de ‘pitufear’ dinero como donaciones. Unos lo hacen con cocteles, otros con patreon.

La mala noticia es que el fenómeno solo seguirá creciendo. La crisis de los medios tradicionales solo fomentará la creación de más brazos digitales de ONG. Basta ver cómo cada reportero despedido de un medio tradicional ha creado un canal digital de izquierda, porque las redes son mayoritariamente zurdas. El youtuber resume las noticias que publican los diarios el día anterior, pero dice al mismo tiempo que los diarios no informan. Y como su público pulpín no lee, le creen. El patrón se repite y el patreon ‘lava’ la plata. Tampoco pagan impuestos. No es ideología, es negocio.

El caso se agrava con las ONG antimineras, por supuesto. Entidades que son rojas bajo su discurso verde, como las sandías. Y la lista de beneficiados es larga porque no solo implica a medios de comunicación. También recibe dinero el Poder Judicial y demás instituciones afines a la justicia. Eso explica en parte la tan mentada judicialización de la política.

ACTIVISMO Y PERIODISMO

Una iniciativa legal del Congreso reclama transparencia en este tipo de operaciones. Es lo razonable, sobre todo considerando la enorme distancia que a veces hay entre las causas justas que las ONG dicen defender y los resultados que vemos en el día a día.

El activismo, finalmente, es hipócrita porque abusa de la hospitalidad de países como el Perú. Solo interviene en naciones donde hay algún grado de libertad y democracia. La proliferación de ONG financiando causas justas en occidente pero no en oriente es sintomática. Es una muestra de que la democracia liberal es ferozmente crítica con los errores de su propio sistema. Sus activistas censuran, funan y cancelan personas, instituciones y expresiones culturales en respuesta a supuestas microagresiones, inequidades y fascismos simbólicos. Es la tiranía de las minorías en todo su esplendor. Pero ese mismo activismo —tan vertical y autoritario en países libres— relativiza a los verdaderos sistemas patriarcales. Soslaya a las dictaduras reales donde la disidencia se castiga con la muerte o la prisión. Salvo honrosas excepciones, esas ONG no se meten en estados totalitarios donde el periodismo simplemente no existe. No intervienen en sistemas fundamentalistas donde la ofensa no se responde con un tuit sino volando al otro en pedazos.

“Nadie tiene derecho a que no lo ofendan”, explica Salman Rushdie, un sobreviviente de los verdaderos fundamentalismos. “Ese derecho no existe. Si alguien se ofende, es tu problema y no pasa nada”, dice el escritor, poniendo a occidente y sus ONG en perspectiva. “Si no le gusta un libro, lea otro. En el momento en el que decimos que cualquier sistema de ideas es sagrado, ya sea un sistema de creencias religiosas o una ideología secular, en el momento en que declaramos que un conjunto de ideas es inmune a la crítica, la sátira, la burla o el desprecio, la libertad de pensamiento se vuelve imposible”.

Lo que han olvidado algunas ONG es que se trata de persuadir, no de comprar ni de coactar. Se trata de convencer en democracia, no de imponer la dictadura de una minoría tecnocrática enquistada en el poder.

Con respecto al periodismo, solo queda separarlo de la mermelada 2.0. Mientras que el activismo se ubica “del lado correcto de la historia”, el periodismo se debería plantar del lado opuesto a los poderes de turno. Y ojo: las ONG también son un poder. Por más causas justas que persigan.

El fin no justifica a los medios. Y si el activismo digital se basa en la lógica del like y hacer amigos, el periodismo no debería temer hacer enemigos. No temer ser un lobo en medio del rebaño digital.