"El desastre no lo han ocasionado los huaicos". (Foto: Joel Alonzo)
"El desastre no lo han ocasionado los huaicos". (Foto: Joel Alonzo)

El desastre no lo han ocasionado . Han llegado como suelen venir, de tiempo en tiempo. Quizá, esta vez, llovió más de la cuenta. Pero nada del otro mundo, nada que no se hubiera podido evitar. Peor aún, algún funcionario cumplidor lo advirtió. Su alarma temprana se hizo en oficio copiado a todo el mundo. Como es costumbre, quedó entreverado entre miles de papeles que no interesan. Nadie le hizo caso. La desgracia no son . La desgracia es que nos importó un pito la advertencia.

¿Quién tiene la culpa? Se lo cuento. En 2011 quisimos ser un país OCDE, como los países europeos. El boom de los minerales dejaba plata para comprar lo que, por las angustias de la pobreza, no imaginamos que pudiera existir: ser un país en serio. La OCDE nos pedía demostrar lo elemental, que podíamos asegurar la vida de las gentes y de sus propiedades, que solo les autorizábamos construir sus casas en zonas seguras. Como cobertura, nos pedían tener un sistema para prevenir desastres. En esa onda se creó el Sinagerd (Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres) y, siguiendo los modelos, aprobamos la política, el plan nacional, objetivos estratégicos y metas. En 2017 hicimos la primera Enagerd (Encuesta Nacional de Gestión de Riesgo de Desastres), para ver qué tanto habíamos avanzado. La mayor parte de los objetivos tenía un porcentaje de cumplimiento menor a 10%. En 6 años no se había hecho nada. El año pasado, una segunda encuesta demostró que seguíamos sin hacer nada.

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Varias son las causas de este no hacer nada. La primera razón es que la autoridad para los desastres es el Cenepred (Centro Nacional de Estimación, Prevención y Reducción del Riesgo de Desastres). Mucha letra y poco poder para dirigir a 2,138 entidades públicas, entre ministerios, regiones y municipalidades. Con tanta institución metida, nadie es responsable. La segunda razón es que la misma ley superpone atribuciones. Lo que debe hacer una instancia, lo hace también otra, en una confusión de niveles nacional, regional, provincial y distrital. Absurdo: todos debieran hacer todo y nadie hace nada. Sume vanidades y lo que tenemos es una telaraña donde unos se neutralizan a otros o, más perversamente, se boicotean, porque entre nosotros es imposible ponernos de acuerdo. Marisa Glave, en un trabajo para el Grupo Propuesta Ciudadana, da cuenta de cómo en Piura, una autoridad proyectaba canalizar drenajes a la laguna Coscomba, mientras otra la rellenaba con el desmonte de la limpieza del río; o de cómo en Trujillo se proyectaba desviar el cauce del huaico que baja por la quebrada San Idelfonso, para construir un drenaje solo para agua de lluvia, cuando otra autoridad concluía que desviar el cauce era inútil, porque el huaico es terco y regresa siempre a su cauce original. Cuando estas ciudades se vuelvan a anegar, ya sabrá por qué.

La tercera causa es que no tenemos un plan que ordene el territorio; o, cuando existe en algún lugar, no hay una sanción severa por incumplirlo; o se le cambia no más, impulsado por intereses de corto plazo. Lo que llamamos planeamiento urbano se improvisa día a día. Este no pensar a largo plazo lo resumen los urbanistas: “lote a lote, se autoriza el despelote”. Luego creemos que los desastres se evitan descolmatando cauces o levantando defensas ribereñas. El consuelo es que, tras los desastres, todos somos Defensa Civil y solidariamente nos fajamos con las víctimas. Pero lo sano y lo barato es evitarlos. Sin embargo, tanto como planes, se requiere una clase política que los haga cumplir. De eso también trata la política: de evitar desastres, de salvar vidas.

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